Queremos que NO nos molesten, que sean BUENOS, que NO hagan ruido....Sin embargo, si solo nos imponemos para garantizar nuestra comodidad, nuestros hijos serán obedientes, pero también temerosos y faltos de interés por la vida. Si queremos que se conviertan en personas vitales y con criterio propio, debemos animarlos a expresarse.
Todos pretendemos vivir tranquilos. Y si convivimos con niños pequeños, nos gustaría que no fueran demasiado molestos y que se adaptaran a la vida que les proponemos. Por otra parte, los adultos compartimos conceptos bastantes arraigados sobre la buena educación y lo que es correcto en los intercambios sociales.
Casi todos estamos de acuerdo en que un niño bueno es aquel que no interrumpe, aquel que no pide nada fuera de contexto y, por supuesto, aquel que se conforma con la respuesta recibida, aunque sea negativa.
Pero más allá de las apariencias, deberíamos revisar si el "buen" comportamiento de un niño pequeño se debe a su genuina capacidad de vincularse tranquilamente con los adultos o si, por el contrario, es fruto de la represión y el miedo, sentimientos que luego derivarán indefectiblemente en rencor o desgana.
Los niños llegan al mundo totalmente dependientes de cuidados maternos. Necesitan ser atendidos, cobijados, alimentados, higienizados, mirados, amados. No hay nada que puedan resolver por sus propios medios. No pueden obtener alimento ni desplazarse ni sobrevivir sin ayuda de los mayores.
Ahora bien, cada vez que no obtienen aquello que genuinamente necesitan, lo van a pedir con mayor o menor desesperación, según el peligro que experimenten. Si alguien está a punto de morir, ¿Debe comportarse bien y no gritar más de la cuenta? ¿Debe mantener la forma? ¿O le conviene gritar con todas sus fuerzas hasta ser escuchado?
Un niño vital y saludable posiblemente grite con todas sus fuerzas. Y si no es escuchado, es posible que "desplace" su grito hacia otra manera de pedir. Puede romper objetos, Ponerse enfermo, Perder peso, Tener accidentes, Pegar a sus hermanos, Tener pesadillas, Morder a otros niños, Herir al gato del vecino, Ahogarse en mocos, Tener espasmos de sollozos y no prestar atención a las peticiones de los mayores.
Supongamos que, ante este panorama tan poco sociable, los padres le expliquen al niño que no debe comportarse así, que debe ser bueno, educado, callado y pedir las cosas amablemente. ¿Por qué un niño desesperado debería tener en cuenta lo que dicen las personas mayores, si esas mismas personas no tienen en cuenta lo que ese niño viene pidiendo hace rato? Habitualmente, después de tanto desamor y falta de escucha, al niño le importa muy poco actuar como los padres le indican, sencillamente porque sabe que, de ese modo, obtendría incluso menos miradas que reclamando con insistencia.
Los padres, por su parte, determinan que las buenas maneras no funcionan con ese niño que nació demasiado salvaje. Entonces, lo amenazan o lo castigan o logran, de alguna manera, que el niño tenga miedo a las consecuencias, Y !zas!, se terminaron los problemas.
El niño finalmente tiene miedo, ya sea porque ha fufrido las consecuencias que han padecido sus hermanos mayores. Decide entregarse.
Reconoce que no vale la pena seguir luchando a favor de sus necesidades de cobijo. Se rinde.
A eso lo llamamos "un niño bueno". Solo una inmensa ceguera compartida entre los adultos puede sostener como algo positivo este atropello en contra de la vitalidad de una criatura.
Es verdad que ese niño no nos va a molestar.
Pero lo que es dramático es que ese niño ha perdido los deseos de vivir y ha extraviado también el sentido de su propia vida.
Por tanto, es posible que ya no le importe nada y que haga lo mínimo indispensable los deberes del cole o la limpieza en su cuarto como un autómata. El pronñostico conforme crezca será desalentador. Podemos vislumbrar lo que puede ocurrir durante la adolescencia, que llegará en poquísimo tiempo.
Los niños que se han acomodado exageradamente a la conveniencia de los padres están en peligro. En primer lugar, porque los padres, al no ser molestados, no nos damos cuenta de que haya algún problema. En segundo lugar, porque el rencor, la soledad, la rabia y el desamor van a crecer en el corazón de ese niño, y algún día ese cúmulo de sensaciones negativas va a explotar. Y después no comprenderemos los motivos que llevaron a un adolescente a matar a un compañero en una trifulca porque, como todos afirman, era callado, solitario y no se relacionaba con nadie. No quiero decir que todos los niños reprimidos y damasiado obedientes terminen así. Es un ejemplo extremo, pero sirve para reflexionar sobre la mayoría de los casos que son menos contundentes, pero que merecen una mirada honesta.
Un niño que ya no registra sus necesidades, sus anhelos, sus molestias o sus pasiones está emocionalmente ANESTESIADO. Ha utilizado un mecanismo eficaz para dejar de sufrir el desamparo y la falta de comprensión de los adultos. Ahora bien, a un ser anestesiado no podemos pedirle luego que reaccione, ni para lo bueno ni para lo malo. No podemos exigirle que tenga una vocación, proyectos, ideales o pensamiento propio. Sucede que, mientras es pequeño, queremos que no moleste. Después, durante la adolescencia o la juventud, esperamos que sea creativo, trabajador, capaz y dinámico. Y como no tiene ningún interés en convertirse en ese ideal de joven, lo volvemos a despreciar. Todo esto es un despropósito.
Todo ello nos lleva a pensar que debemos evaluar estas realidades de la conducta humana con una mirada más amplia. O, al menos, pensar qué esperamos del desvenir de nuestros hijos. Porque las actitudes que asumamos con ellos mientras sean pequeños son las que condicionarán el modo en que ellos responderán en el futuro cercano. Si todo lo que queremos hoy es estar tranquilos y que el niño no destruya nuestro confort, mañana nos veremos obligados a pagar el precio de las reacciones esperables. En cambio, si nos importa criar seres humanos creativos, responsables, con criterio personal y conexión interior, quizá no sea el momento oportuno para vivir una vida sin sobresaltos, sin hijos.
¿Qué podemos hacer? ¿Cómo determinar si nuestro hijo es saludablemente obediente o bien si su obediencia responde a la represión o al miedo que le hemos impuesto? Hay una única manera: observándolo y comprobando cotidianamente qué es lo que el niño desea, qué es lo que nosotros los adultos deseamos o necesitamos, y llegando a acuerdos que tengan en cuenta ambas realidades emocionales. Solo abriendo nuestro corazón, revisando nuestras capacidades de escucha reales, intentando conversar cada día con el niño aunque todavía no utilice el lenguaje verbal, podremos entrenarnos en el díficil arte de poner sobre la mesa todas las necesidades.
Posiblemente nos llame la atención saber que, a medida que tiene la experiencia diaria de ser tenido en cuenta, de escuchar palabras nombradas por los adultos que reflejan lo que le pasa incluso si no puede ser satisfecho, el niño responde genuinamente a los deseos de los padres. Si estos le piden silencio alguna vez, sabe que esa petición es auténtica.
Del mismo modo, cuando él pide brazos o caricias o comida o juego, los padres responden, porque comprenden que, si lo pide, es porque lo necesita. Esta repetición constante que vive al ser escuchado lo invita a imitar la actitud de los padres, es decir, a escuchar. Por tanto, el niño responde feliz, atento, orgulloso de sí mismo, porque se relaciona con los padres como ha aprendido: con base al respeto, la dedicación, la observación y el deseo de satisfacer al otro. Estos son los verdaderos niños obedientes. Son niños que escuchan, porque el hecho mismo de estar integrados en la experiencia del otro los hace felices. Un niño adecuadamente satisfecho no será un niño terrible ni maleduacado. Al contrario, será libremente tranquilo y conectado.
Revista MENTE SANA, la revista de psicología positiva editor Jorge Bucay, Número 70.
Articulo: Laura Gutman, Directora de Crianza, autora de Violencias invisibles y adicciones, La revolución de las madres, Mujeres visibles-Madres invisibles y La familia ilustrda (RBA).